jueves, 18 de junio de 2009

Fénix



Cuando me quedo solo, en días grises
Y el sabor más agradable es amargo
Cuando siento el frío tras el letargo
Y me hundo solo, sin que tú me pises.

En momentos aislados, bellos, tristes
Al sentir la calma, el invierno largo
Al sentirme distante, sin embargo
Deja de afectarme lo que dices

Y aunque muere el fuego surge el ave
Cuando de ceniza salen colores
Su llama cálida, su vuelo suave.

Y si cae el Sol, y se van las luces
Creo que mi infierno en el cielo cabe
Anda, no pares; no mueres, renaces.

miércoles, 20 de mayo de 2009

Anand


Llevaba tres semanas en la India y me había acostumbrado a convivir con la miseria. La mitad de Mount Abu vive sin techo -era el caso de la mujer enfrente de mi casa y sus tres hijos, y el de los niños del parque. Los hombres con casa fuman opio mientras sus mujeres trabajan sin cesar; y los hombres que trabajan lo hacen doce horas al día, siete días a la semana. A menudo los niños no piden dinero, sino algo que comer. Los occidentales idealizamos la pobreza, me he cansado de oír lo mucho que sonríen los niños en la India. Ahora me suena a cinismo porque me han conmovido muchas sonrisas, pero por cada una he aguantado demasiadas miradas desoladas que nunca han conocido la esperanza.

Repartí almendras entre los niños de la calle hasta que vi cómo el mayor pegaba a los demás para quedarse con todas. Dejé de dar limosnas y me convencí de que la pobreza no hace mejor al hombre. Sólo lo convierte en un animal que se guía por la ley del más fuerte. Yo llegué a esa conclusión y cerré mi corazón; y corrí un velo frente al sufrimiento. No tenía dinero para tantas limosnas.

En Mount Abu trabajaba como voluntario en la farmacia de un hospital. Distribuíamos jeringuillas y antibióticos a la población local, suministrábamos medicina a enfermos en estado crítico pero el trabajo era monótono. Quizás esa rutina contribuía a insensibilizarme, no lo sé. Si sé que quería ayudar, pero que en realidad viajé a la India para conocerme mejor. Y me sorprendía mi frialdad ante la miseria. Esperaba que el viaje me cambiase, y yo seguía igual -insensible en el mejor de los casos. Pero esos días me sobraba tiempo. Comprobaba mis emails tres veces al día. Hacía fotos a los niños porque a mis amigos en Madrid les resultaba impactante -a mí no. Dormía diez horas y aun así tenía ratos muertos. Un lunes después de trabajar Anand me ofreció ir a dar un paseo.

Anand era un compañero de la farmacia. Había nacido en Calcuta, pero llevaba muchos años en el hospital. Rondaba los treinta y su inglés era muy básico, pero nos entendíamos bien. Me recordaba tanto a Groucho Marx que desde el principio me inspiró una empatía muy fuerte, una hermandad que hoy sigo sin entender. Apenas nos conocíamos.

Terminé el turno y fui a buscar a Anand. Vivía en un cuartucho en el hospital con otros tres compañeros. Me llevó a un templo local y mientras andábamos me preguntaba sobre España. Dónde está. Qué idioma se habla y qué se come. Cuánto es el sueldo mínimo. Le brillaban los ojos pensando en un futuro mejor y yo no me sentía capaz de decirle lo que vale un billete a Madrid, ni que su diploma de farmacéutico en mi país no le valdría para nada.

Llegamos al mercado y me distraje mirando los puestos, ignorando a los niños hambrientos que me habían dejado de conmover hace mucho. Cuando me giré buscando a Anand le encontré parado frente a una tienda. Estaba absorto. Miraba con curiosidad una bolsa de patatas; la examinaba, la comparaba con las demás: un niño pequeño al que le han permitido comprar caramelos. La mirada y el gesto eran tan ingenuos como los de un niño, y lo recuerdo y pienso que con diez o doce años dejamos de mirar así para siempre.

Pero eso es algo que pienso ahora. En ese momento deseaba que se detuviese, porque lo que iba a hacer me impactaría más que los cientos de niños mal nutridos que vi en Mount Abu. Eso lo supe con certeza, y también supe que no se detendría y que yo no podría apartar la vista. Señaló tímidamente al tendero la bolsa escogida.

Según sacaba diez rupias de su cartera gastada entendí que una bolsa de patatas no significa lo mismo para mí que para él. Que Anand trabaja setenta horas a la semana y cobra cincuenta euros al mes y su vida consiste en deslomarse sin miras al futuro, y que comer patatas mientras pasea con un amigo es un privilegio, algo no demasiado común, quizás trabaja todo el día por un momento así. Cuando la bolsa pasó a sus manos sentí como si me hubiesen vaciado por dentro y sólo hubiese aire en mi interior.

En un momento me asaltó todo lo que había mantenido a raya las tres últimas semanas. Pensé en la madre sin casa y sus hijos, pensé en los perros que se mueren en la calle, pensé en el niño con cara triste que anunciaba retratos de parejas sonrientes. Pensé en los zapatos viejos y desgastados de ese niño y en las esperanzas de Anand de viajar conmigo a España. Pensé en todo eso y sentí el pecho retumbándome. Sabía que no me dejaría pagar la bolsa.

Cuando Anand la abrió y me ofreció patatas no me sentí capaz de coger. Insistió hasta que lo hice y saboreé cada una, consciente de que se me ofrecía un tesoro.

Quizás fue la empatía que me transmitía su cara o quizás hubo algo realmente conmovedor en el gesto, más allá de mi forma de vivirlo. Esa noche me volvió a subir la fiebre y pasé mucho tiempo llorando de incomprensión. De pensar que hoy Anand sigue trabajando en Mount Abu y seguirá así muchos años. Me di cuenta de que a pesar de mi educación, de mi vida privilegiada, de mi independencia, no seré capaz de asombrarme como un niño pequeño ante lo más simple. Nadie mirará una bolsa de patatas así, y por eso hoy lo recuerdo y me impresiona tanto como aquella tarde.

lunes, 11 de mayo de 2009

Vuelo

Quisiera volar. Alejarme del mundo y ser uno con el Viento. Arder en el desierto de Gobi y helarme en Nueva Zembla, el compañero de peces voladores en Tahití y de águilas en los Andes. Sonreír a mi vida y llorar de alegría, de emoción, o simplemente de incomprensión ante un mundo que es demasiado hermoso y a la vez demasiado cruel. Quisiera volar y volar, y sentir el viento contra mi piel desnuda, hombre pájaro sobre el mar de Japón.

Quisiera respirar el aire más puro y entender porqué estoy vivo. Quisiera no sentirme así y escribir algo más alegre; pero no puedo. Un hilo me atrapa y me inspira, me inspira y siempre susurra las mismas melodías tristes. Suena y suena la misma canción...

viernes, 16 de enero de 2009

Alegría



Llegué por el dolor a la alegría.
Supe por el dolor que el alma existe.
Por el dolor, allá en mi reino triste,
un misterioso sol amanecía.

Era alegría la mañana fría
y el viento loco y cálido que embiste.
( Alma que verdes primaveras viste
maravillosamente se rompía. )

Así la siento más. Al cielo apunto
y me responde cuando le pregunto
con dolor tras dolor para mi herida.

Y mientras se ilumina mi cabeza
ruego por el que he sido en la tristeza
a las divinidades de la vida.

José Hierro